La mirada de Zatopek

Alain-Mimoun-l-und-Emil-Zatopek-bei-den-Olympischen-Spielen-1956-in-Melbourne

Emil Zatopek nunca fue el más elegante ni el más estiloso corriendo sobre la pista.

Su ritmo desacompasado, su constante cabeceo y su rostro siempre desencajado hacían sentir al espectador que en cualquier momento el corredor checoslovaco iba a caer al suelo exhausto por el esfuerzo.

Pero Emil, el sencillo, el humilde, había forjado su carácter en los duros años de la Segunda Guerra Mundial, y su ambición, valentía e inusitada capacidad de resistencia y sacrificio le convirtieron en uno de los mejores fondistas de la historia.

Aprenderé a tener un mejor estilo cuando se juzguen las carreras de acuerdo a su belleza”, llegó a decir el corredor nacido en 1922 en Koprivnice, seguramente desconocedor de que la belleza no solo se encuentra en el estilo, como ocurre si miramos a sus tres oros olímpicos (5.000m, 10.000m y maratón) de los Juegos de Helsinki en 1952.

Detrás de él, en cada fotografía siempre encontramos al francés Alain Mimoun, argelino de nacimiento, quién como todos los atletas de la época también se vio afectado por la guerra.

Condenado a un eterno segundo puesto (en los diez mil metros de Londres 1948, después en los cinco mil y diez mil metros del Campeonato de Europa de Bruselas 1950, y finalmente de nuevo en los cinco mil y diez mil metros de los Juegos Olímpicos de Helsinki 1952), Mimoun tuvo que aprender a vivir a la sombra del gran Zatopek, pero la arrolladora personalidad del atleta checo y el afable carácter del francés hicieron que entre los dos creciese una gran relación que terminó convirtiéndose en una de las vinculaciones de rivalidad y amistad más bonitas de la historia del atletismo.

En 1956, Zatopek y Mimoun llegaron a los Juegos Olímpicos de Melbourne en pleno declive de sus carreras. En un día de mucho calor y bajo unas condiciones muy difíciles, durante el maratón olímpico el checo se derrumbó y a duras penas pudo llegar a la meta en sexta posición. Por delante, justo el mismo día en que nació su hija Olympia, Alain Mimoun, con un pañuelo anudado a la cabeza, alcanzó la gloria olímpica y deportiva que el atletismo le debía consiguiendo una medalla de oro de una gran justicia poética.

Tras cruzar la meta, Mimoun se quedó a esperar a Zatopek.

Emil, ¿es que no vas a felicitarme? ¡Soy el campeón olímpico!” cuenta la leyenda que dijo el bueno de Mimoun a su amigo.

En ese preciso instante, detrás de una sincera sonrisa y antes de fundirse en un abrazo, la mirada de Zatopek lo decía todo.

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