Artículo publicado en la web de la Real Federación Española de Atletismo (RFEA) el 16 de diciembre de 2020
Conocido hasta 1972 como el Cross de las Naciones, la geografía de las mejores corredoras de fondo de la historia puede trazarse con un rápido repaso al palmarés del Campeonato del Mundo de Campo a Través. Una especie de Olimpo que incluye nombres como Grete Waitz, Maricica Puică, Zola Budd, Ingrid Kristiansen, Lynn Jennings, Derartu Tulu, Sonia O´Sullivan, Paula Radcliffe, Tirunesh Dibaba o Helen Obiri. Y donde destaca con luz propia el nombre de Carmen Valero (Castelserás, 1955), doble campeona mundial en 1976 y 1977, justo antes de que se iniciara el reinado de la legendaria Grete Waitz, y cuya propia historia nos recuerda cómo una joven que creció corriendo libre alrededor de las montañas de Cerdanyola consiguió proclamarse campeona del mundo, precisamente en una época en la que el atletismo y el deporte femenino en España eran poco menos que una quimera.
En busca de uno de los sonidos que mejor definen la historia del ya centenario atletismo español, todo empezó alrededor del tintineo de un pequeño cascabel que los padres de la pequeña Carmen Valero tuvieron que ponerle para seguirle el rastro cuando se perdía corriendo durante sus paseos por las montañas de Montflorit. El sonido de aquel cascabel pronto comenzó a formar parte de la banda sonora de aquella niña que corría feliz y libre por todos los caminos del bosque que siempre conducían al río. Y, al llegar a casa, después de chapotear en el agua y sentirse absolutamente libre corriendo en plena naturaleza, Carmen se sentaba junto a su cascabel para secarlo, limpiarlo e incluso frotarlo con aceite para que brillara más durante susiguiente carrera.
“Era una época muy diferente, con un ritmo muy distinto al que vivimos hoy en día – recuerda Carmen Valero -. Vivíamos mucho más apegados a la naturaleza y éramos muy felices teniéndolo todo sin tener nada. Por ejemplo, hasta los 13 años no tuve mi primer muñeco con pelo, que aún conservo, y disfrutábamos todo con más pausa. Las latas de sardinas nos servían para inventar un tren, imaginábamos que construíamos una panadería con barro y los muñecos con los que jugábamos eran de cartón y estaban siempre con nosotras en la calle, hasta que comenzaba a llover y todo ese mundo se deshacía bajo la lluvia. Ese ha sido siempre mi lugar, buscando la naturaleza y la libertad, dejándome abrazar por el aire de la montaña. Y todo ello derivó en que el cross haya sido el lugar donde verdaderamente me he sentido libre y feliz”.
Seguramente, un relato que sirve para explicar la auténtica personalidad de una corredora tan irrepetible como Carmen Valero, capaz de acumular récords nacionales en la pista y tripletes imposibles en las distancias de 800, 1.500 y 3.000 metros que se disputaban en los Campeonatos de España, pero que donde realmente se sintió cómoda fue en el campo a través, con ocho títulos nacionales (seis de ellos consecutivos entre 1973 y 1978) y siete actuaciones inolvidables en los Campeonatos del Mundo de la disciplina, que abarcan desde su debut con sólo 16 años en la última edición del viejo Cross de las Naciones que se disputó en Cambridge en 1972, hasta su histórica racha de situarse cinco veces consecutivas en el top-10 mundial, incluyendo su tercer puesto en Rabat 1975 y sus dos títulos mundiales posteriores.
“Si tuviera que quedarme con una imagen de mis tiempos como atleta, me quedaría con el recuerdo de los días corriendo en los bosques de Finlandia – añade la pupila de José Molins -. Estuvimos allí concentrados entrenando con Jouko Kuha y recuerdo la felicidad de poder correr por unos bosques que tenían más de treinta kilómetros de distancia, aislados de todo y rodeados únicamente por árboles y ardillas”.
“De la misma forma que hay corredores que parece que vuelan en la pista y otros en el asfalto, mi hábitat ha estado siempre en el campo a través. Me adapto tan bien a los caminos y los disfruto tanto que es como si no sintiera los kilómetros y siempre me quedasen ganas de más – continúa la corredora que, a base de tenacidad y carácter, casi sin darse cuenta, cambió todas las reglas de un atletismo español que hasta ese momento ni siquiera había tenido en cuenta a las mujeres -. Siempre he sido más de subidas que de bajadas y así es como gané mi primer campeonato del mundo, teniendo claro cuál era el lugar más duro de la carrera, a mil metros de meta, y atacando con todo en el sitio exacto. Lo importante es ir mentalizado y, por extensión, cuando corría los 1.500 metros en pista me los planteaba de la misma manera que afrontaba las carreras de cross, marcando mi punto, por ejemplo, a 300 metros de la meta, y sabiendo que ahí era donde tenía que atacar, aunque sabía que en ese momento seguro que iba a ir fatal”.
El resto, una maravillosa historia que no podría entenderse sin su inseparable grupo de entrenamiento alrededor de Molins en Sabadell. Sin su amistad con la añorada Belén Azpeitia, rival, amiga, compañera y parte fundamental de la historia del atletismo femenino español. Sin el recuerdo de una época que hoy parece muy lejana y en la que todos los sábados y domingos había carreras de campo en Cataluña que le permitían acumular kilómetros y disfrutar de preciosos escenarios naturales. Sin los viajes al País Vasco, auténtico santuario del cross en nuestro país y donde Carmen siempre era feliz sintiéndose muy cerca de la lluvia, el barro y los montes que forman el carácter de su gente. Sin las salidas a Italia y a cualquier lugar de donde la llamaran, porque ella, alma rebelde, siempre iba donde quería sin importarle disputas federativas o imposiciones ajenas. Sin el recuerdo de una época tan inocente en la que Carmen incluso se recuerda esquiando en la Molina o en Pas antes de viajar al mundial de turno, pues entonces ni siquiera se vivía presos del calendario. Y sin el reflejo de las viejas fotografías que nos devuelven la imagen de Carmen corriendo con su coleta al viento o animando después bajo el chándal a su querido Mariano Haro en cualquier cuesta de cualquier circuito de cualquier parte del mundo.
Lejos de aquel pequeño cascabel, otro de los sonidos que siempre describirán a Carmen Valero nos lleva al estadio olímpico de Montreal durante el verano de 1976. Con sólo 20 años, aquella niña que se había criado por los caminos y los ríos alrededor de su casa estaba lista para romper un nuevo techo de cristal y convertirse en la primera atleta española en participar en unos Juegos Olímpicos. Y allí, antes de salir a la pista, Carmen recuerda todavía hoy la sensación de caminar por el pasillo que conducía al interior del estadio, sintiendo el ruido del murmullo de miles de espectadores y descubriendo que todo aquello debía de ser el sueño olímpico del que tanto había oído hablar y que para ella sólo era la necesidad de seguir corriendo, aunque aquellas pruebas en pista siempre se le quedaran demasiado cortas.
“Correr es un viaje de regreso a la niñez – continúa la atleta que a sus 65 años sigue corriendo como una forma de expresión de su carácter y como la mejor terapia posible para seguir afrontando la vida y el paso del tiempo -. En mi infancia aprendí y disfruté muchísimo, hasta el punto de que empecé a competir con 12 años y cuando tenía 16 ya viajaba para correr fuera de casa. Ahora, sigues corriendo, ves a la niña que fuiste y, si todo va bien, intuyes a la niña que volverás a ser durante tu vejez, porque todo vuelve al mismo sitio, al mismo lugar, aunque el camino ya no volverá a ser nunca igual, porque cada vez lo vives de una manera distinta”.
“Ni siquiera es cuestión de ganar – concluye Carmen Vaquero -. Siempre he tenido un carácter muy fuerte y, en la época que me tocó vivir, tenía muy claro que tenía que llegar la primera, pero no he sido consciente de todo lo que logré hasta que desde hace unos años comencé a recibir homenajes y empecé a escuchar cómo la gente valoraba todo lo que conseguí en su día. Al fin y al cabo, se trata de disfrutar las pequeñas cosas. Sentir la libertad. Y sentir que todo fluye mientras que eres feliz corriendo por el campo”.
En la lejanía, como un póster pegado en la pared, quedan las fotografías de todos los triunfos de Carmen Valero. Aquella sonrisa con sus viejas zapatillas azules. Su imagen con el dorsal número 70 corriendo en Chepstow por delante de Tatyana Kazankina. La fotografía con el dorsal 135 en Düsseldorf mientras se proclamaba campeona del mundo por segunda vez consecutiva. O el recuerdo de aquel primer viaje olímpico de una atleta española al Montreal de 1976 y de Nadia Comăneci.
Tan natural como sus ganas intactas de seguir corriendo en busca de libertad. Como sus paseos hasta lo alto de la montaña de la Mola que tantas veces subió corriendo y que ahora asciende caminando. Como la emoción que la invade cuando ve por la televisión una carrera de campo a través. Como sus ganas de apuntarse en el futuro al Trail de Ibiza y seguir corriendo cuesta arriba a pesar de los años. Como las peregrinaciones que tiene pendientes a las montañas donde descansa la virgen de Monserrat, siempre con su amigo Alejandro Gómez en la cabeza. Como el silencio que rodea las montañas de Puigcerdá y que tantas veces le sirve de refugio. O como los viejos caminos que sigue disfrutando corriendo como una niña cada vez que puede, siempre detrás de la llamada de la tierra y sin ninguna necesidad de regresar al asfalto de la gran ciudad.