Más allá de las prisas de la gran ciudad, no hay mejor refugio que Central Park. Sobre todo en otoño, cuando la luz adquiere un brillo especial y el parque comienza a inundarse de tonos ocres y dorados, a medio camino entre el invierno que se acerca y el verano que ya se fue.
Sentados sobre los bancos, los oficinistas apuran su almuerzo. Un grupo de jóvenes baila al ritmo de la música. Los patinadores dibujan su propio camino en el asfalto. Un saxo rompe el silencio bajo uno de los puentes. Un joven canta Imagine con su guitarra junto al mosaico dedicado a Lennon en Strawberry Fields. Y decenas de corredores hacen suyo cada rincón del parque, convertido en el corazón de la ciudad neoyorquina que se pierde a través de las grandes avenidas y los edificios que aquí siempre tienen vocación hacia las alturas, en contraste con la espesura de los árboles.
Se acerca noviembre y pronto todo será maratón.
Fred Lebow inició la locura: un domingo de 1969 empezó a correr en el parque y ya nada volvió a ser lo mismo. En 1970 inventó el actual maratón de Nueva York dando vueltas a Central Park, convencido de que las carreras debían de estar en el centro de las ciudades. Y pronto la prueba rompió sus límites iniciales, imparable, hasta apoderarse de todos los barrios de la ciudad y convertirse en el icono del deporte mundial que hoy conocemos, pero regresando siempre a su origen donde cada año se sitúa la línea de meta.
Pero mucho antes, reflejo de otros tiempos, Alberto Arroyo fue el primer hombre que comenzó a correr en Central Park, siempre alrededor del estanque conocido como The Reservoir.
Nacido en Puerto Rico en 1916, Arroyo llegó a Nueva York a mediados de los años treinta en busca de trabajo. Educado por su padre en una vida sana y saludable, cada día corría dentro del parque, junto al lago.
En 1937 un policía le recriminó por correr por la vía principal que rodea el estanque al ser un peligro para los coches de caballos de la época y Arroyo se trasladó desde ese momento al estrecho sendero que se situaba en la misma orilla. Un pequeño camino que hoy, totalmente arreglado, es uno de los recorridos para corredores más famoso de todo el mundo, célebre por escenas de películas como el paseo de Woody Allen en Hannah y sus hermanas.
Poco a poco, debajo de su enorme bigote, el puertorriqueño se fue convirtiendo en una pequeña parte más del escenario y cuando llegó el primer maratón de Lebow él ya estaba preparado para contagiar su pasión.
Tras jubilarse aumentó sus visitas al parque hasta convertirlo en su propia casa, al tiempo que participaba en numerosas causas benéficas. Cada día pasaba allí más de diez horas, siempre dispuesto a charlar con cualquiera y a compartir carreras con todo tipo de personas, desde turistas, corredores habituales o mendigos hasta famosos como la mismísima Jacqueline Kennedy.
Incluso en sus últimos años, cuando las fuerzas parecían escapársele poco a poco y tuvo que mudarse a una residencia, amigos y aficionados le llevaban al parque, donde no dejaba de escucharse su “Hey, looking good!” con el que siempre saludaba a todo el mundo.
Arroyo falleció en 2010 y una sencilla placa le recuerda junto a su lago como el alcalde de Central Park y uno de los grandes pioneros del deporte popular, fuente de inspiración para muchas generaciones de corredores.
“Todo el mundo quiere lo máximo, yo quiero lo mínimo”, declaró Arroyo en una entrevista antes de cumplir los 90 años.
Seguramente no haya mejor ejemplo del verdadero alma de Central Park y del espíritu que cada día llena los parques de todo el mundo de corredores anónimos en busca de aquello que Arroyo había descubierto hace tanto tiempo.
[Miguel Calvo / Artículo publicado en el número 189 Runner´s World, noviembre 2017]