Vibrará para siempre la belleza de un verso que aprendimos siendo niños.
“La herida de Odiseo”, Jacinto Herrero.
Es prácticamente imposible encontrar una vida en la que hayan cabido más vidas que en la de Miguel de la Quadra-Salcedo Gayarre (Madrid, 30.04.1932).
Durante los años cuarenta, en las playas guipuzcoanas, el niño que luego se convertiría en uno de los mayores atletas, aventureros, reporteros, y divulgadores de la historia de nuestro país, comenzó a soñar al tiempo que jugaba.
Un carpintero de Hendaya había tallado el disco de madera que su madre le regaló cuando tenía diez años, y el pequeño Miguel se perdía girando sobre sus pies y lanzando el disco cada vez más lejos. Mientras, su cabeza ya estaba llena de lecturas clásicas, de discóbolos y héroes clásicos. De los sueños e inquietudes que le acompañarían siempre.
“Quería ser Telémaco, el hijo de Ulises que viaja con su profesor Mentor en el libro “Les aventures de Télémaque” de François de Salignac de La Mothe-Fénelon que leí de niño en francés, tal y como lo habían hecho los príncipes franceses”, nos cuenta el propio Miguel de la Quadra-Salcedo. “Mi única referencia era el discóbolo de Mirón, y pasaba horas en la playa intentando imitarle”.
Una agradable mañana del verano ya maduro que trae el mes de agosto, Miguel nos recibe en el jardín de su casa a las afueras de Madrid. A sus 83 años, siempre entre árboles, nos recibe sentado entre sus recuerdos, rodeado de alfombras, mantas y objetos traídos de mil y un viajes. El reloj marca mediodía, pero el infatigable aventurero, como si su cuerpo viviese siempre al ritmo del continente americano, se confiesa cansado. “Llevo toda la noche aquí despierto, de videoconferencia con los chicos de la ruta Quetzal. Justo esta noche han acampado en este punto, en el Parque Nacional de Tayrona” nos cuenta al tiempo que, en un gran mapa de Colombia en relieve que descansa a su espalda, señala con su bastón la zona Caribe al norte del país colombiano.
Unos recortes de prensa de la época ayudan a una fascinante memoria llena de historias, rebosante de recuerdos, y el propio Miguel nos lee algunas frases con la voz emocionada e insistiendo en que lo reflejemos bien claro. “La afición por el disco se lo debo a mi madre – todo se lo debo, repite su voz entrecortada antes de proseguir la lectura -. De pequeño, en lugar de comprarme novelas policiacas, me regalaba obras clásicas. Entre ellas las Aventuras de Telémaco, la Iliada, la Odisea… ¡Por todos los lados veía discóbolos griegos! Con ese espíritu de imitación de los niños, me identifiqué con él. Yo, claro, lo lanzaba al revés, es decir, soltándolo por el dedo meñique en lugar de por el índice. Lo malo es que no tenía ningún técnico a mi lado. Yo solo tenía que asimilar mi propio estilo, cargado de defectos”.
En una ocasión, el periodista Tico Medina le preguntó por el paradero de aquel disco. Miguel, hablando como ese poeta romántico que siempre ha llevado dentro, contestó sin dudar: “lo perdí en la arena de una playa…”.