
En 1967, siendo todavía un estudiante de la Saint Martin’s School of Art de Londres, el artista británico Richard Long detuvo su coche junto a un campo de la localidad de Wiltshire, en plena campiña británica, y comenzó a caminar sobre la hierba hacia delante y hacia detrás, hasta que sus pasos terminaron dibujando una línea recta sobre el césped. Finalizada su obra, tomó una fotografía en blanco y negro y volvió a subirse su coche.
Así surgió una de sus primeras creaciones y una de las piezas más importantes de la historia del land art y del arte conceptual, a medio camino entre la performance y el tipo de escultura que siempre han definido sus trabajos, convencido de que no hay nada mejor que la naturaleza y la soledad en las que realiza sus intervenciones artísticas para expresar el carácter efímero de la belleza que el tiempo se encarga de borrar y de la que sólo nos quedan las fotografías tomadas por él mismo.
En el libro “Caminar la vida“, David Le Breton recuerda un extracto de “El espejo de los enigmas” de Jorge Luis Borges donde el escritor argentino afirma que “los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura”, una especie de “laberinto del cual sólo dicha persona posee el hilo de Ariadna”.
Seguramente, tal y como escribió Borges o tal y como expresa Richard Long en cada una de sus efímeras esculturas naturales, sin darnos cuenta eso es lo que dibujamos con las rutas que caminamos o corremos cada día: nuestra propia cartografía.