Thunder Road

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The Road West (New Mexico). Dorothea Lange, 1938.

[Vivir en la carretera]

Parafraseando a Fernando Pessoa, Bob Dylan dibujó su propio universo en el disco Highway 61 Revisited.

La mítica autopista 61 cruza el corazón de Estados Unidos de norte a sur y, tras dejar atrás Memphis e internarse en Tennessee y Louisiana hasta el delta del Mississippi, a medida que la carretera se pierde entre rectas infinitas, campos de algodón y preciosos atardeceres donde tras cada puerta abierta en pueblos y moteles se escapa la música que nos lleva a los orígenes del blues, el jazz y el rock, a su alrededor no paran de asaltarnos nombres como Elvis Presley, Johnny Cash, B. B. King, Muddy Waters o Louis Armstrong y el sonido de Nueva Orleans en el que todo desemboca. Como el cruce con la 49 donde la leyenda sitúa a Robert Johnson vendiendo su alma al diablo a cambio de convertirse en el mejor músico de blues.

Para el propio Dylan, la carretera que nace en su pueblo natal de Duluth (Minnesota) representaba todo su mundo musical. Pero, por encima de todo, reflejaba su deseo de huir de la ciudad, de buscar nuevos horizontes. Como si el destino hubiese querido que la ruta que mejor simboliza un viaje a las raíces y a la libertad de la música tuviera que pasar justo delante de su casa para poder salir corriendo, convirtiéndolo en una parte más del relato.

Correr, como vivir, muchas veces es una foto fija: una carretera que se pierde en la lejanía. Un bosque. El solitario silencio de los grandes espacios abiertos únicamente alterado por el sonido de las zancadas. Siempre como una huida hacia adelante.

En una de esas imágenes contemplamos a Shalane Flanagan, la primera estadounidense en ganar el maratón de Nueva York en 40 años, perdida en la soledad de las carreteras y los bosques que crecen a los pies de la cumbre nevada del monte Hood o las montañas de Flagstaff y Mammoth Lakes.

En otra de esa fotografías, nueve meses antes de convertirse en la primera estadounidense en ganar el maratón de Boston desde 1985, Des Linden ni siquiera podía correr y, atormentada por las lesiones, creó su propio refugio alrededor del lago Michigan, buscándose a sí misma remando en un kayac, pescando y viviendo encerrada entre cientos de libros, como si a veces necesitáramos perdernos en la ficción para poder encontrarnos en la realidad.

Con la llegada del otoño comenzó a correr de nuevo, centrada en distancias cortas. Y, por fin, el invierno se convirtió en una larga carretera, en cientos de millas a la carrera.

Es otro día en el paraíso”, narraba su marido durante la retransmisión del pasado maratón de Boston para explicar cómo Linden seguía corriendo en cabeza dispuesta a ganar durante un día infernal de frío y lluvia después de unos meses muy duros de entrenamiento bajo la nieve, el hielo y el viento.

Y junto a Linden y Flanagan, la apasionante figura del japonés Yuki Kawauchi sería imposible de definir sin la metáfora de la vida convertida en un maratón infinito.

Las emotivas victorias de estos tres corredores en dos de los mejores maratones del mundo nos hacen seguir creyendo en los cuentos con finales felices y, precisamente, como si recorriésemos la autopista 61, pocas carreras reflejan mejor la búsqueda de los orígenes que Nueva York y Boston: detrás de la fiebre por las carreras populares que inició Fred Lebow en Central Park; a lo largo de la carretera que une Hopkinton con Boston a través de las colinas donde los mitos llevan forjándose desde hace más de 120 años.

Mientras, sin dejar de correr, seguiremos soñando con viejos cadillacs, con carreteras secundarias y con que la vida, como si estuviéramos dentro de un tema de Bruce Springsteen, siempre se pudiese resumir en una apuesta por el rock and roll: “Súbete al coche, este es un pueblo lleno de perdedores y estoy intentando salir de aquí para ganar”.

Miguel Calvo (columna publicada en el número 195 de Runner´s World, mayo 2018)

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La noche de Max Estrella

puerta sol

Puerta del Sol, Fase 0

«Madrid huele a sol por las mañanas»

Arturo Barea

«Cuando el sol salió de nuevo, pudimos volver a correr (…) Y el silencio de las calles vacías nos recordó que correr por el centro de la gran ciudad siempre puede convertirse en un juego».

Tiempo de Silencio, Miguel Calvo (Número 15 CORREDOR\, junio 2020)

zaratustra

Pretil de los Consejos, donde se sitúa la cueva de Zaratustra de Luces de Bohemia

callejón del gato

Callejón del Gato donde Max Estrella y Don Latino de Hispalis se asomaron a los espejos del esperpento en Luces de Bohemia, a espaldas del antiguo Corral de Comedias de la Cruz

Valle-inclan

Ramón María del Valle-Inclán, Paseo de Recoletos

plaza mayor

Plaza Mayor

Cervantes

Miguel de Cervantes, Plaza de las Cortes

casa calderón de la barca

Casa de Calderón de la Barca, Calle Mayor

Lope San Sebastián

«Te amo, Lope». Iglesia de San Sebastián

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Mariano José de Larra, calle Bailén, muy cerca de la calle de Santa Clara donde el escritor madrileño se suicidó en 1837

«Sobre Madrid, que es como una vieja planta con tiernos tallitos verdes, se oye, a veces, entre el hervir de la calle, el dulce voltear, el cariñoso voltear de las campanas de alguna capilla».

La colmena, Camilo José Cela

Paréntesis

WPP

Me gusta esta etapa del año. El frío, la pausa de los días más cortos. La rutina ya instalada desde el inicio del nuevo curso, con sus anhelos y sus nuevos proyectos. Esta etapa en la que, en definitiva, el atletismo nada a contracorriente de la fábula de la hormiga y la cigarra, y en lugar de recoger y almacenar durante el buen tiempo para cuando llegue el largo invierno, es momento de cargar, de acumular volumen, trabajo y paciencia para cuando lleguen los días de sol y aire libre disfrutar al máximo con los deberes cumplidos.

Las semanas en las que la soledad del entrenamiento, entre el olor del gimnasio y el barro del cross, se hace más patente, tan alejados como estamos de las competiciones que condicionan todo el año.

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