Sherlock

Dorando Pietri durante el maratón olímpico de Londres 1908

[El maratón de Londres más literario]

Cada mes de abril cerramos la maleta rumbo a la capital londinense aferrados al juego entre literatura y realidad, mientras seguimos los consejos de Herman Melville: “Hay dos lugares en el mundo en los que una persona puede desaparecer por completo, la ciudad de Londres y los mares del Sur”.

En busca de aquel Londres que ya no existe, como si estuviéramos en un relato de Sherlock Holmes, todavía podemos pasear en nuestra imaginación a bordo de un coche de caballos, envueltos en la niebla y con las calles iluminadas por un tenue alumbrado de gas.

Dentro de aquel marco, la capital británica acogió por primera vez unos Juegos Olímpicos en 1908, hace 110 años, y probablemente nunca haya habido un maratón más dramático que el que se disputó entre en el castillo de Windsor y el White Stadium, configurándose la distancia con la que hoy lo conocemos, y que acabó con Dorando Pietri exhausto cayendo al suelo una y otra vez dentro del mismo estadio cuando iba en primera posición.

Cargadas de romanticismo, desde entonces muchas leyendas han situado al escritor Conan Doyle ayudando al corredor italiano a llegar a meta antes de ser descalificado por recibir ayuda, pero en realidad el creador del famoso detective estaba en la tribuna cubriendo la carrera para el Daily Mail y desde allí nos dejó una de las crónicas olímpicas más literarias de todos los tiempos:

No creo que ningún hombre de entre la multitud deseara que la victoria se le escapase a aquel valiente italiano en el último instante (…) Estaba a pocas yardas de mi asiento. Y entre figuras que se incorporaban y manos que tanteaban el aire, pude ver su cara demacrada y amarillenta, sus ojos vidriosos e inexpresivos, el oscuro y lacio pelo pegado a la frente (…) Gracias a Dios, está de nuevo pie. Sus pequeñas piernas rojas avanzan incoherentes pero sin cesar, impulsadas por una fuerza de voluntad suprema (…) Ha llevado la resistencia humana hasta sus límites”.

De vuelta al presente, frente al palacio de Buckingham, nada más terminar de correr el actual maratón londinense, el juego continúa y el asfalto rojizo de The Mall comienza a hacernos dudar de dónde nos encontramos, como si el propio suelo que pisamos nos hiciese pensar que estamos sobre el tartán de un gran estadio, envuelto para siempre en la lluvia de los Juegos Olímpicos de Londres 2012 que en este mismo lugar dibujó la escena en la que la ganadora Tiki Gelana permanecía sentada en el suelo tras un duro sprint final, mientras que Priscah Jeptoo, plata, se arrodillaba sobre el asfalto con los ojos cerrados sintiendo el agua caer.

Después, ya recuperados por el esfuerzo, podemos caminar hasta el 221B de Baker Street.

Tan ficticio como el propio personaje, cuando Doyle inventó las historias de su detective la calle en la que situó su casa ni siquiera llegaba hasta ese número. Pero con los años, ya muerto el escritor, la calle se estiró hasta Regents Park y una entidad bancaria se situó en la famosa dirección. En  una preciosa historia, el banco tuvo que terminar destinando a miembros de su propio personal para contestar todas las cartas que llegaban a nombre de Sherlock Holmes. Hasta que la creación del museo y del actual y ficticio 221B que hoy en día se puede visitar supuso la definitiva unión entre realidad y literatura.

Tal y como escribió Ricardo Piglia, “las ciudades de la literatura han existido pero ya están destruidas. Todas son como la Ítaca de Odiseo, lugares reales que se han perdido”.

Y mientras, viajar, igual que correr maratones al tiempo que buscamos en el interior de nosotros mismos, nos suele regalar el privilegio de poder seguir encontrando esas ciudades que dejaron de existir y que ya no sabemos distinguir de la realidad.

Miguel Calvo (Columna publicada en el número 194 de la revista Runner´s World, abril 2018)

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