Trinity College

A medio camino entre el final del invierno y el comienzo de la primavera, tan imprevisible, marzo es un buen mes para viajar a las islas británicas, siempre repletas de tradición.

El día amanece gris y bajo una fina lluvia un grupo de jóvenes juega al rugby en la enorme pradera de Parker’s Piece, en el centro de Cambridge, mientras imitan a sus propios ídolos antes de que, por la tarde, los pubs se llenen de cervezas para ver el desenlace del Seis Naciones, uno de los torneos deportivos con más aroma del mundo.

Tras el oval, los chicos corren y huyen de los placajes. A su lado, dibujada con unas sencillas líneas blancas sobre el verde del césped, descansa una pequeña pista de atletismo que invita a correr en la hierba y a soñar con épocas pasadas.

Adentrándonos más en el centro de Cambridge, los famosos colleges se van sucediendo junto al río Cam a medida que la ciudad universitaria se pierde en estrechas callejuelas medievales en las que el tiempo parece detenido en los paseos de los estudiantes que durante siglos han convertido a la pequeña ciudad inglesa en un referente académico.

Dentro del Trinity College, fundado por Enrique VIII en 1546 y por donde han pasado alumnos como Isaac Newton, Lord Byron o el filósofo Francis Bacon, su famoso patio termina de sumergirnos en un apasionante viaje, tanto físico como temporal.

Tal y como recuerda la historia, la mañana que precede a la cena de graduación que se celebra cada mes de octubre, los alumnos se retan en una apasionante carrera alrededor del recinto que quedó inmortalizada para siempre en la película de Carros de Fuego (Hugh Hudson, 1981): el inicio de las campanadas de mediodía marca el comienzo de la prueba y los estudiantes que se van a graduarcompiten por ver quién es el primero en dar una vuelta completa, al tiempo que intentan terminar antes de que suene la última campanada del reloj que hace de juez.

Sin más reglas, nada tiene aquí unas medidas exactas y ni la distancia ni el tiempo son constantes. Por una parte, el enlosado que recorre el perímetro mide 370 metros, pero en la actualidad se permite correr por toda la zona adoquinada, lo que hace que los giros sean menos bruscos. Por otro lado, el calor y la humedad afectan al mecanismo del reloj, por lo que en octubre, dependiendo del día, las campanas suenan entre 43 y 44,5 segundos.

Ni siquiera la escena que incorpora la historia de esta carrera a Carros de Fuego se rodó aquí y tampoco fue realmente tal y como se cuenta en la película. De hecho, la leyenda dice que solo dos alumnos, Sir Burghley en 1927 y Sam Dobin en 2007, consiguieron terminar de correrantes de que dejasen de sonar las campanas. Y ni Sebastian Coe ni Steve Cram, vestidos como en la Inglaterra de 1924 que se recrea en la película, lo lograron en una maravillosa carrera que disputaron en 1988, en plena edad dorada del medio fondo británico.

La mañana en la que visitamos el Great Court del Trinity College, todo está calma. La lluvia ha ahuyentado a los turistas. Los estudiantes aprovechan el día festivo descansando y estudiando en sus habitaciones. Y el famoso enlosado se extiende ante nosotros como único horizonte, mojado por el agua que no deja de caer tímidamente y sin más testigos que las piedras y el cielo repleto de tonos grisáceos.

En silencio, bajo la calma de la lluvia, no hay dorsales, ni rivales, ni un cronómetro que amenace el paso de los segundos. 

Nos situamos junto a la torre del reloj y comenzamos a correr, recordando la famosa escena de la película y la propia tradición, convencidos de que las carreras más emotivas no siempre están en las líneas de salida más ruidosas.

[Artículo publicado originalmente en la revista Runner’s World Junio 2017]

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